lunes, 18 de diciembre de 2023

Carlos Martínez Moreno - Arnobeldus o el amor conyugal

 


Arnobeldus o el amor conyugal

Carlos Martínez Moreno (Uruguay)

Sostengo que esta es una historia de amor: del amor que teme perder su objeto, del amor que agrede por miedo de perder su objeto. Por eso, porque saben que este es un costado necesario del amor conyugal, las mujeres prefieren juzgar que este tipo de historias es gratuitamente cruel, baldío y en definitiva horrible. Y los hombres, en cambio —porque son los que deben sufrirlo— han acabado por ver en ellas apólogos estrictamente razonables.

Mi amigo Arnobeldus y la mujer de Arnobeldus, mejor dicho el matrimonio Arnobeldus, vivía en el tercer piso de una casa de apartamentos, en un suburbio que —a la época de esta historia— no podía considerarse residencial y hoy lo es; porque Montevideo progresa por extensión, como las situaciones conyugales.

Era un apartamento angostito y tenía tan solo una ventana que, a esa altura del tercer piso, daba a la calle: la del dormitorio conyugal de Arnobeldus. Esta ventana abría sobre la visión de un trozo de calle y, más cerca aún, sobre el cuadro disponible de lo que sería con el tiempo una plaza. Hoy han construido ya esa plaza, no puedo saber si en el subsuelo de ella está enterrada la sonrisa de Arnobeldus, la disuelta sonrisa de Arnobeldus. De todos modos, el matrimonio ya no vive allí.

Arnobeldus era por aquella época (hablo de quince años atrás) un hombre joven, rubio, alto, que debería parecer hermoso a las mujeres. Trabajaba de noche en un diario y las trasnochadas le daban un aire ligeramente mustio, casi imperceptiblemente marchito, que me imagino que podía enternecer la imagen de su encanto. Pero entonces tenía poco más de treinta años y no podía presentirse que la marchitez iba a avanzar de tal modo sobre sus años maduros, que son los años del desgaste de Arnobeldus y supongo que los años felices y tranquilos de su mujer, los largos años navegables de la calma chicha del amor conyugal.

Tenía poco más de treinta años pero una infancia pobretona y desnutrida y una adolescencia hedonista y descuidada habían arruinado los dientes de Arnobeldus; y su “maldita falta de calcio”, de la que hablaba a nosotros sus amigos más íntimos como si tratara de una enfermedad vergonzosa, había llevado a aquella abrumadora catástrofe: le habían arrancado las últimas piezas dentales, que discordaban —por solitarias, por movedizas, por corroídas— con el perfecto trazado de su boca, con la nobleza de su perfil romano.

Se las habían extraído, casi sin dolor para su cobardía (de tan ínconvictas y flojas como deberían sentirse debajo de los armoniosos labios de Arnobeldus, perjudicando, si ellos se abrían, la seductora sonrisa de Arnobeldus); y en su reemplazo, con infinita paciencia, con trémula responsabilidad, un dentista que era amigo de todos nosotros y víctima particular de Arnobeldus, destinatario de su eterna letanía y proveedor de tardíos remedios calcificantes, había ajustado para él, para sus futuras encías de viejo guardadas durante meses de licencia en su casa, como una vergüenza precoz, como si alguien todavía vivo recatara a la vista de los demás la imagen invencible de su calavera, una dentadura absolutamente maravillosa y perfecta. Había sido pulida a través de sesiones inacabables, trabajada hasta detalles de insospechable verosimilitud: la mordida de Arnobeldus, el engaste providencialmente natural sobre el color de sus encías, el desgaste en bisel de los incisivos, abriendo una imperceptible ventanita en la sonrisa de Arnobeldus, como en el tiempo de sus dientes verdaderos ocurría.

Porque Arnobeldus había podido volver a sonreír y los discretos dientes no brillaban demasiado. Había aprendido a hablar, tras días en que solo murmuraba (y muy especialmente silbaba) en privado. Había retomado al trabajo, abandonando la servicial excusa médica del surmenage. Oh, la verdad es que las primeras pruebas de la dentadura habían estado a punto de provocárselo y las primeras pruebas de lenguaje lo habían arrastrado al borde de una crisis nerviosa y nadie habría podido desechar que al suicidio. Había logrado dominar las pronunciaciones sibilantes, endurecer las sílabas flojas donde el aire desafinaba al comienzo, dónde su paladar postizo revelaba, mal dominado, oquedades atroces; había llegado a poder con los insultos, con las palabras explosivas que, soplando desde los carrillos, en los primeros días parecían suscitar verdaderos sismos en el interior de su boca.

Había vuelto, en fin —¿a qué detallarlo más, si ya estaba olvidándose de todas sus penurias?— a la vida plena. Y la mujer de Arnobeldus lo había celebrado con esperanza, con rejuvenecimiento y alegría. Volvía a ser el sujeto encantador, el ocurrente, el malicioso, el animador insustituible de las ruedas en que, por él, buscábamos a los dos. La mujer de Arnobeldus debía haber tenido la grotesca impresión de que todos nosotros, los amigos de la pareja, en retroceso o pánico, agolpados en los rincones mientras se demoraba aquella “obra maestra de prótesis” —como el dentista se ufanaba en llamarla— hubiéramos acudido luego tumultuosa y alegremente hacia el centro del consultorio, rodeando el sillón de dentista en que Arnobeldus, como afirmado a un trono, sonreía a la redonda, estrenaba su sonrisa flamante y perdurable; aplaudiendo y adorando la dentadura perfecta que nos devolvía al perdido Arnobeldus, al maravilloso Arnobeldus, al impagable Arnobeldus, al Arnobeldus de antes.

Pero el matrimonio es el estado verdadero e indefenso del hombre y Arnobeldus carecía de pudor ante la mujer de Amobeldus. No el mero pudor de la desnudez, que es un pudor de plaza pública y que en el caso de Arnobeldus podría haber sido una forma íntima de narcicismo, porque sus músculos eran largos y afinados, sus piernas semejaban los remos de un animal de raza, su cabeza ensortijada y su frente lobulosa señoreaban aquel cuerpo de estatuaria clásica. No. El impudor de Arnobeldus ante su mujer se exhibía en una mínima operación nocturna: antes de apagar la luz para dormirse, Arnobeldus extraía con dos dedos su dentadura y la sumergía en un vaso con agua, puesto en la mesita de noche. Y eran esos carrillos desinflados, que chupaban el dibujo de su boca romana, los que le enviaban el beso final de cada día.

Hasta que llegó el momento en que Arnobeldus, ya suficientemente seguro de sí, volvió a tener una amante como había tenido en otro tiempo, como su mujer había podido saberlo, llorarlo y perdonarlo; o al menos —en el amor conyugal nunca se sabe— llorarlo y esperarlo.

Arnobeldus lo experimentó como su prueba de haber regresado verdadera y plenamente a la vida: sin inhibiciones, con la antigua confianza en sí mismo, por tantos meses arrumbada; con su nueva sonrisa portentosa, con su prestancia de animal hermoso.

Pero lamentablemente —el largo desuso de sí mismo se lo había hecho descuidar— sin la astucia de un animal receloso. Y la mujer de Arnobeldus, revolviendo una noche los bolsillos del traje que Arnobeldus había dejado sobre una silla (y conste que ella buscaba dinero para la botella de leche, no revelaciones) encontró de pronto una carta. Una de esas cartas innecesarias que, en el misterioso orden de la Providencia, escriben las amantes para que las encuentren las mujeres legítimas, que son sus auténticas destinatarias. La mujer de Arnobeldus, con una frialdad exaltada y resuelta, escondió la carta bajo el colchón, durmió sobre ella. El flojo beso nocturno de Arnobeldus cayó sobre la mujer durmiendo encima de la carta, como un matasellos.

Y a la mañana siguiente —con reticencia de perderlo, con ira y con cálculo— la mujer de Arnobeldus planteó el descubrimiento y el escándalo. Arnobeldus no supo casi defenderse: la arrogancia de su primera juventud había vuelto en él con una fuerza tan inocente y jactanciosa, que en cierto modo no le pareció mal que su mujer lo supiera; e incluso habría estado dispuesto a usarla de confidente, darle detalles acerca de su amante: su estatura, su edad, sus relativos encantos. Ante el solo pensamiento de esta imprudencia, cometió otra: la golpeada causa de orgullo que estaba extrayendo de toda la situación, despuntó una sonrisa en su boca. Entreabrió entonces por un instante las encías, que a esa hora de la mañana y a esa altura de su arreglo estaban todavía desnudas. Aquella fue la causa de su perdición aunque ahora (seguramente lo piensan así el envejecido Arnobeldus de menos de cincuenta años, su rechoncha mujer madura) parezca la catarsis, el acto de purificación por el cual los dos salvaron para siempre su indisoluble matrimonio.

Porque al ver aquella sonrisa, la mujer de Arnobeldus no precisó más:

—No me opongo a que tengas una amante —dijo—. Solo quiero que con ella tus cosas sean tan verdaderas como han sido siempre conmigo. Y que pueda verte así, como yo te estoy viendo ahora.

Arnobeldus todavía no había acabado de comprender lo que aquella postulación de igualdad envolvía como amenaza, cuando la mujer estuvo al lado del vaso, lo arrebató con un gesto rapidísimo y lo arrojó desde la ventana del tercer piso, abierta a las calmas del verano.

Arnobeldus, sin preocuparse de su desnudez (no había casas enfrente, nadie podía verlo) se asomó a la ventana y miró hacia aquel espacio vagamente circular donde algún día harían (ya hoy está hecha, es mucho menos vistosa de lo pensado) la hermosa plaza que habían proyectado y exhibido en maquetas, en las ferias municipales: con canteros, con pinitos de felpa y alambre, con caminos de polvo de mica. Miró hacia ese yermo de lamparones calizos, vio los fragmentos del vaso y debió ver, al sol de la mañana, como puntos brillantes, sus dientes dispersos. La mujer de Arnobeldus ya se había ido del dormitorio, pero no a pedir su divorcio. Seguramente estaba satisfecha, porque lo cierto es que Arnobeldus volvía —por virtud de aquel acto tan sencillo— a estar de nuevo, y acaso por siempre, junto a ella. El tiempo le ha dado la razón.

lunes, 17 de abril de 2023

Lawrence Durrell - Cuarteto de Alejandría - Justine

 


Cuarteto de Alejandría - Justine (frag.)
Lawrence Durrell 

En la época en que conocí a Justine yo era casi un hombre feliz. Una puerta se había abierto de pronto por obra de mi intimidad con Melissa, intimidad más maravillosa aún por ser inesperada y absolutamente inmerecida. Como todos los egoístas, no puedo vivir solo; la verdad es que mi último año de celibato me había resultado insopor­table, y mi ineficacia para la vida doméstica, mi inutilidad en materia de ropa, comida y dinero me abrumaban. Además estaba harto de las habitaciones invadidas de cucarachas donde vivía entonces, con la única ayuda de Hamid, el tuerto, mi criado berberisco.

Melissa no había destruido mis miserables defensas con ninguna de esas cualidades que pueden señalarse en una amante: encanto, belleza excepcional, inteligencia; nada de eso, sino por obra de lo que sólo puedo llamar su caridad, en el sentido griego de la palabra. Recuerdo que solía verla pasar, pálida, más bien delgada, con un raído abrigo de piel de foca, llevando de la traílla a su perrito por las calles in­vernales. Sus manos de tísica, de venas azules, etc. El arco de las cejas artificialmente acentuado para destacar los her­mosos ojos cándidos, osados. Durante muchos meses la vi diariamente, pero su belleza taciturna y decadente no hallaba respuesta en mí. Todos los días me cruzaba con ella al ir al café Al Aktar donde Balthazar me esperaba con su som­brero negro para "instruirme". Nunca pensé que llegaría a ser su amante.

Sabía que había sido modelo en el Atelier -profesión poco envidiable- y que ahora era bailarina; más aún, sabía que era la querida de un peletero de cierta edad, un comerciante gordo y vulgar. Anoto simplemente estas cosas para registrar una parte de mi vida que el mar se ha tragado. ¡Melissa! ¡Melissa!

Pienso en la época en que el mundo conocido apenas existía para nosotros cuatro; los días eran simplemente espa­cios entre sueños, espacios entre capas móviles de tiempo, de actividades, de charla intrascendente... Un flujo y reflu­jo de asuntos insignificantes, un husmear cosas muertas, fuera de todo ambiente real, que no nos llevaba a ninguna parte, que no nos exigía nada salvo lo imposible: ser nosotros mis­mos. Justine decía que habíamos quedado atrapados en la proyección de una voluntad demasiado poderosa y deliberada para ser humana, el campo de atracción que Alejandría pre­sentaba hacia los que había elegido para ser sus símbolos vivientes...

Las seis. Ruido de pasos, figura vestida de blanco en los accesos a la estación. Las tiendas se llenan y vacían como pulmones en la Rue des Soeurs. Los rayos pálidos, alargados del sol de la tarde manchan las largas curvas de la Explanada, y arcos de deslumbradas palomas, como papeles dispersos, se encaraman a los minaretes para recibir en sus alas los últimos resplandores del poniente. Tintineo de la plata en los mostradores de los cambistas. La verja de hierro que rodea el Banco está todavía demasiado caliente para tocarla. Rodar de los carruajes que llevan a los funcionarios, con sus tiestos rojos en la cabeza, a los cafés de la costa. Esta es la hora más difícil de soportar, cuando desde el balcón la veo pasar hacia el centro de la ciudad, con un paso lento de sandalias blancas, todavía medio dormida. La ciudad des­pierta como una tortuga vieja y echa un vistazo a su alrede­dor. Por un momento abandona los guiñapos desgarrados de su carne, mientras desde una callejuela escondida, junto al matadero, dominando los mugidos y balidos del ganado, llega entrecortada la melodía nasal de una canción de amor de Da­masco; cuartos de tono sobreagudos, pulverizados.

Ahora hombres cansados abren los postigos de sus balcones y avanzan ofuscados en la luz pálida y caliente; flores descoloridas de las tardes de angustia, agitadas en sucios ca­mastros bajo la venda de los sueños. Yo he llegado a ser uno de esos pobres empleados de la conciencia, un ciudadano de Alejandría. Ella pasa bajo mi ventana, sonriendo a alguna satisfacción íntima, apantallándose suavemente las mejillas con el pequeño abanico de caña. Una sonrisa que probable­mente no volveré a ver, pues cuando está en compañía se limita a reír, mostrando sus magníficos dientes blancos. Pero esa sonrisa triste y furtiva tiene una calidad que no se hubie­ra sospechado en ella, cierta capacidad de travesura. Hu­biera podido pensarse que era más trágica por naturaleza y que le faltaba el sentido corriente del humor. Pero el re­cuerdo obstinado de esa sonrisa me hace dudar ahora.

Yo la había visto así muchas veces y la conocía perfecta­mente mucho antes de que nos habláramos: nuestra ciudad no permite el anonimato a los que tienen más de doscientas libras de renta anuales. La veo sentada a la orilla del mar, sola, leyendo un periódico y comiendo una manzana; o en el vestíbulo del Cecil Hotel, entre las palmeras polvorientas, ceñida en un vestido de lentejuelas plateadas, el magnífico abrigo de piel echado sobre la espalda como los campesinos llevan la capa, su largo índice enganchado en la cadenilla. Nessim se ha detenido a la puerta del salón de baile inun­dado de luz y de música. No la ha visto. Bajo las palmeras, en un nicho profundo, una pareja de viejos juega al ajedrez. Justine se ha detenido a mirarlos. No entiende nada del juego, pero el aura de calma y concentración del lugar la fascina. Se queda allí largo rato, entre los jugadores sordos y el mun­do de la música, como si no supiera a cuál de los dos lanzar­se. Por fin Nessim se acerca suavemente, la toma del brazo y permanecen juntos un instante, ella mirando a los jugadores, él mirándola. Por último Justine se aparta despacio, como a pesar suyo, y con un leve suspiro avanza cautelosamente hacia el mundo de la luz.

Y en otras circunstancias, sin duda menos honrosas para ella o para nosotros, y sin embargo, ¡qué conmovedora, qué dócilmente femenina puede ser la más masculina e ingeniosa de las mujeres! Viéndola no podía dejar de pensar en esa raza de reinas terribles que dejan tras de sí el olor amoniacal de sus amores incestuosos como una nube flotando sobre el subconsciente de Alejandría. Las gatas gigantes devoradoras de hombres, como Arsinoe, eran sus verdaderas hermanas. No obstante, detrás de los actos de Justine había otra cosa, producto de una filosofía trágica más tardía, según la cual la moral había de pesar más que la perversión. Era la víctima de dudas sinceras. A pesar de todo sigo estableciendo una, relación directa entre la imagen de Justine inclinada sobre un feto en un sumidero sucio, y la pobre Sofía de Valentino, que murió por un amor tan perfecto como equivocado.

Georges Pombal, un empleado subalterno del consulado, comparte conmigo el pequeño departamento de la Rue Nebi Daniel. Es un caso raro entre los diplomáticos, pues parece poseer una columna vertebral. Para Georges el tráfago can­sador del protocolo y las fiestas -tan parecido a una pesadi­lla surrealista- está lleno de un encanto exótico. Ve la diplo­macia con los ojos de un Aduanero Rousseau. Se somete a ella sin permitirle jamás que se trague lo que queda de su in­telecto. Supongo que el secreto de su éxito es su enorme pere­za que linda casi en lo sobrenatural.

En el Consulado General se sienta delante de su escritorio cubierto permanentemente de un confetti hecho de tarjetas con los nombres de sus colegas. Es la imagen misma de la pereza, cuerpo grande y lento aficionado a las siestas largas y a las obras de Crebillon fils. Sus pañuelos huelen prodigio­samente a Eau de Portugal. Su tema de conversación favorito son las mujeres, y habla por experiencia, a juzgar por el des­file de visitantes que pasan por su pequeño departamento donde es raro ver dos veces la misma cara. "Para un francés, el amor es interesante en Alejandría. Las mujeres actúan an­tes de reflexionar. Y cuando llega el momento de la duda, del remordimiento, hace demasiado calor, nadie tiene la energía necesaria. Esta animalidad carece de finesse, pero me convie­ne. Mi corazón y mi cabeza están hartos de amor, y sobre todo, mon cher, no quiero saber nada de esa manía judeo­copta de disección, de análisis. Deseo volver a mi granja de Normandía sin ataduras sentimentales."

En invierno Georges se toma largos períodos de vacacio­nes y entonces me quedo solo en el pequeño departamento húmedo, corrigiendo los cuadernos de ejercicios, con los ronquidos de Hamid por única compañía. Este último año he llegado a un punto muerto. Me falta la voluntad necesaria para hacer algo de mi vida, para mejorar mi situación traba­jando intensamente o escribiendo, incluso para hacer el amor. No sé qué me ocurre. Es la primera vez que me falta verdade­ramente el deseo de sobrevivir. A veces hojeo las páginas de un manuscrito o las viejas pruebas de una novela o de un libro de poemas, distraído, con disgusto, con tristeza, como si examinara un pasaporte caduco.

De vez en cuando una de las numerosas amigas de Geor­ges cae en mi red y llama a la puerta cuando él está de vaca­ciones, y el incidente agudiza por un momento mi taedium vi­tae. Georges es precavido y generoso en este sentido, pues an­tes de marcharse (y sabiendo lo pobre que soy) suele pagar por anticipado a alguna de las sirias de la taberna del Golfo para que, llegado el caso, pase una noche en el departamento en disponibilité, como él dice. La obligación de la mujer es dar­me ánimos, tarea poco envidiable, sobre todo teniendo en cuenta que en apariencia nada permite suponer que estoy desanimado. Las conversaciones triviales han llegado a ser una forma útil de automatismo que perdura mucho después de haber desaparecido la necesidad de hablar; en caso necesa­rio puedo incluso hacer el amor con un sentimiento de alivio -no se duerme muy bien aquí-, pero sin pasión, distraí­damente.

Algunos de esos encuentros con pobres criaturas extenua­das que han llegado a esa situación por necesidad física, son interesantes y aun conmovedores, pero he perdido todo gusto por clasificar mis emociones y ellas sólo existen para mí como

figuras planas proyectadas en una pantalla. "Con una mujer sólo se pueden hacer tres cosas", dijo Clea en una ocasión: "Quererla, sufrir o hacer literatura." Yo me sentía incapaz de esas tres formas de sentimiento.

Cuento esto con el único objeto de mostrar el desalentador material humano que Melissa había elegido para actuar, para insuflarle un poco de aliento vital. No debía de serle fácil so portar la doble carga de su pobre vida y de su enfermedad. Para asumir la mía hacía falta un verdadero coraje. Quizá fue fruto de la desesperación, pues Melissa, como yo, había llega­do a un punto muerto. Los dos estábamos en quiebra.

Durante semanas el viejo peletero me siguió por las calles con una pistola protuberante en el bolsillo de su abrigo. Era tranquilizador saber, por una amiga de Melissa, que estaba descargada, pero no dejaba de ser alarmante verse perseguido por el viejo. Mentalmente debemos de habernos tiroteado en todas las esquinas de la ciudad. Por mi parte no podía sopor­tar la vista de esa cara espesa, cubierta de pequeñas cicatrices, esa confusión bestial y melancólica de rasgos atormentados y grasientos; no podía soportar la idea de su grosera intimi­dad con Melissa, aquellas manos pequeñas, sudorosas, cubier­tas de un vello negro y espeso como un puerco espín. Esta situación duró mucho tiempo y al cabo de unos meses nació entre nosotros un extraordinario sentimiento de familiaridad. Hacíamos una inclinación de cabeza y nos sonreíamos al cru­zarnos. Una vez lo encontré en un bar y pasé casi media hora a su lado; estábamos los dos ansiosos por hablar, pero ningu­no tuvo el coraje de empezar. Nuestro único tema común de conversación hubiera sido Melissa. Al salir lo vi en uno de los largos espejos, la cabeza inclinada, contemplando el vaso de vino. Algo me impresionó en su actitud -el aire desmañado de una foca que lucha por remedar sentimientos humanos ­y comprendí por primera vez que probablemente quería tanto a Melissa como yo. Me compadecía de su fealdad y de la in­comprensión vacía y dolorosa con que enfrentaba emociones tan nuevas para él como los celos, la privación de una amante adorada.

Más tarde, cuando vaciaron sus bolsillos vi, en el desor­den de pequeños objetos que solemos guardar en ellos, un frasquito de perfume vacío, de esa marca barata que usaba Melissa, y me lo llevé al departamento donde quedó sobre la chimenea durante unos meses hasta que Hamid, en una lim­pieza a fondo, lo tiró a la basura. Nunca hablé de esto con Melissa, pero muchas veces cuando me quedaba solo de noche mientras ella bailaba o quizá se veía obligada a acostarse con sus admiradores, estudiaba el frasquito que reflejaba triste y apasionadamente el amor de aquel viejo horrible, y lo compa­raba con el mío; además, por procuración, era un testimonio de la desesperanza que nos mueve a aferrarnos a algún objeto pequeño y sin valor, impregnado todavía por el recuerdo de la que nos ha traicionado.