martes, 25 de diciembre de 2018

Rosario Castellanos - En el filo del gozo

En el filo del gozo

©Rosario Castellanos
(Fotografía: ©Christian Coigny)


I
 
Entre la muerte y yo he erigido tu cuerpo:
que estrelle en ti sus olas funestas sin tocarme
y resbale en espuma deshecha y humillada.
Cuerpo de amor, de plenitud, de fiesta,
palabras que los vientos dispersan como pétalos,
campanas delirantes al crepúsculo.
Todo lo que la tierra echa a volar en pájaros,
todo lo que los lagos atesoran de cielo
más el bosque y la piedra y las colmenas.
(Cuajada de cosechas bailo sobre las eras
mientras el tiempo llora por sus guadañas rotas.)
Venturosa ciudad amurallada,
ceñida de milagros, descanso en el recinto
de este cuerpo que empieza donde termina el mío.
 
II
 
Convulsa entre tus brazos como mar entre rocas,
rompiéndome en el filo del gozo o mansamente
lamiéndome las arenas asoleadas.
(Bajo tu tacto tiemblo
como un arco en tensión palpitante de flechas
y de agudos silbidos inminentes.
Mi sangre se enardece igual que una jauría
olfateando la presa y el estrago.
Pero bajo tu voz mi corazón se rinde
en palomas devotas y sumisas.)
 
III
 
Tu sabor se anticipa entre las uvas
que lentamente ceden a la lengua
comunicando azúcares íntimos y selectos.
Tu presencia es el júbilo.
Cuando partes, arrasas jardines y transformas
la feliz somnolencia de la tórtola
en una fiera expectación de galgos.
Y, amor, cuando regresas
el ánimo turbado te presiente
como los ciervos jóvenes la vecindad del agua.

viernes, 21 de diciembre de 2018

Ernest Hemingway - París (fragmento)


(Fotografía: ©Christian Coigny)
 
 
París (fragmento)

©Ernest Hemingway
 

El Café des Amateurs era la sentina de la rué Mouffetard, aquel encanto de callejuela con tiendas y puestos de mercado que iba a la place Contrescarpe. En las viejas casas de vecindad, los retretes en cuclillas, uno en cada piso dando a la escalera, con las dos eminencias en forma de zapato a cada lado del agujero, de cemento y con una cuadrícula para que el locataire no resbalara, se vaciaban en sentinas a las que vaciaban de noche con una bomba y volcaban en la cuba de un carro de caballos. En verano, con todas las ventanas abiertas, oíamos la bomba y el olor era fuerte. Los carros con las cubas iban pintados en marrón y azafrán, y rué Cardinal-Lemoine arriba, a la luz de la luna, los cilindros con ruedas tras sus caballos parecían cuadros de Braque. Pero nadie vaciaba el Café des Amateurs, y el amarillo aviso en la pared que daba los horarios y las penas de ordenanza para la embriaguez pública se veía cagado de moscas y desdeñado en la medida misma en que los clientes eran permanentes y malolientes.

Toda la tristeza de la ciudad se nos echó encima de pronto con las primeras lluvias frías de invierno, y al pasear no se les veía remate a los caserones blancos, sólo el negro húmedo de la calle y las puertas cerradas de los tenduchos, los herbolarios, las tiendas de papelería y periódicos, la comadrona (de segunda clase), y el hotel donde Verlaine murió y yo tenía alquilado un cuarto en el último piso y allí trabajaba.

Calculé que eran seis u ocho tramos hasta el último piso y que hacía mucho frío, y me sabía cuánto valían unas cuantas ramitas de pino, más tres haces de teas atadas con alambre y largas como medio lápiz, y cuando el fuego de las ramitas prende en las teas hay que tener uno de aquellos haces de leña medio húmeda, y con menos no se enciende a la chimenea como para calentar el cuarto. De modo que pasé a la otra acera y miré al tejado aguantando lluvia, para ver si había chimeneas con humo y qué tal salía el humo. Pero no se veía ningún humo y pensé que la chimenea estaría fría y el tiro iba a ser un problema, y a lo mejor el cuarto se me llenaba de humo y desperdiciaba la leña y el dinero se me iba en nada, y eché a andar bajo la lluvia. Pasé ante el Lycée Henri-Quatre y aquella iglesia antigua de Saint-Etienne-du-Mont y por la place du Panthéon que el viento barría, y doblé a la derecha para guarecerme y al fin alcancé el lado de sotavento del boulevard Saint-Michel, y aguanté caminando más allá del Cluny en la esquina del boulevard Saint-Germain, hasta que llegué a un buen café que ya conocía, en la Place Saint-Michel.

Era un café simpático, caliente y limpio y amable, y colgué mi vieja gabardina a secar en la percha y puse el fatigado sombrero en la rejilla de encima de la banqueta, y pedí un café con leche. El camarero me lo trajo, me saqué del bolsillo de la chaqueta una libreta y un lápiz y me puse a escribir. Estaba escribiendo un cuento que pasaba allá en Michigan, y como el día era crudo y frío y resoplante, un día así hizo en mi cuento. Por entonces, ya los fines de otoño se me habían echado encima de niño y de muchacho y de joven, y, puestos a describirlos, en unos lugares salía mejor que en otros. A eso se le llama trasplantarse, pensé, y a lo mejor les conviene tanto a las personas como a otras especies cuando crecen. Pero en mi cuento los amigos bebían unas copas y me entró sed y pedí un ron Saint James. Sabía a maravilla con aquel frío y seguí escribiendo, sintiéndome muy bien y sintiendo que el buen ron de la Martinica me corría, cálido, por el cuerpo y por el espíritu.

Una chica entró en el café y se sentó sola a una mesa junto a la ventana. Era muy linda, de cara fresca como una moneda recién acuñada si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave de cutis fresco de lluvia, y el pelo era negro como ala de cuervo y le daba en la mejilla un limpio corte en diagonal.

La miré y me turbó y me puso muy caliente. Ojalá pudiera meterla en mi cuento, o meterla en alguna parte, pero se había situado como para vigilar la calle y la puerta, o sea que esperaba a alguien. De modo que seguí escribiendo.

El cuento se estaba escribiendo solo y trabajo me daba seguirle el paso. Pedí otro ron Saint James y sólo por la muchacha levantaba los ojos, o aprovechaba para mirarla cada vez que afilaba el lápiz con un sacapuntas y las virutas caían rizándose en el platillo de mi copa.

Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quieras y aunque nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz.

Luego otra vez a escribir, y me metí tan adentro en el cuento que allí me perdí. Ya lo escribía yo y no se escribía solo, y no levanté los ojos ni supe la hora ni guardé noción del lugar ni pedí otro ron Saint James. Estaba harto de ron Saint James sin darme cuenta de que estaba harto. Al fin el cuento quedó listo y yo cansado. Leí el último párrafo y luego levanté los ojos y busqué a la chica y se había marchado. Por lo menos que esté con un hombre que valga la pena, pensé. Pero me dio tristeza.

Cerré la libreta con el cuento dentro y me la metí en el bolsillo de la cartera, y pedí al camarero una docena de portuguesas y media jarra del blanco seco que allí servían. Al terminar un cuento me sentía siempre vaciado y a la vez triste y contento, como si hubiera hecho el amor, y aquella vez estaba seguro de que era un buen cuento, aunque para saber hasta dónde era bueno había que esperar a releerlo al día siguiente.

Comiendo las ostras con su fuerte sabor a mar y su deje metálico que el vino blanco fresco limpiaba, dejando sólo el sabor a mar y la pulpa sabrosa, y bebiendo el frío líquido de cada concha y perdiéndolo en el neto sabor del vino, dejé atrás la sensación de vacío y empecé a ser feliz y a hacer planes.

jueves, 13 de diciembre de 2018

Aline Pettersson - Cautiva estoy de mí




Tenía miedo,
era mostrarme sin resguardo;
perdida la urdimbre de seda,
sólo la trama de piel,
de la piel tantas veces hendida
por el filo del cuchillo.
Quise huir,
tu mano me contuvo,
ciega, transitó por los caminos
de mi vientre,
grabando en ella su tortuosa geografía.
Mi secreto y mi cuerpo se te abrieron.

***

Te vi bruscamente desnudo,
recubierto por la imagen negra
De un pasado lejanísimo
(acaso la majestad
del carnero rey).
Las palabras se hundían
en capas cenagosas de la mente.
Mis dedos y mis ojos conocieron
oscuridades de tu vello.
La crátera sostenida por tu sangre
me obsequiaba su humedad.

***

Atados brazos y piernas
En líquidos nudos, te busco.
lento es el viaje que descubre
el firme laberinto de tu piel.
Muros de saliva, sudor, semen
en ti me encierran.

El mundo recobra sus formas,
y ladrón mi cuerpo
captura tu olor y lo retiene.

***
A UN FAUNO

Quiero reposar bajo la sombra
oscura que cubre tus miembros,
gozar el dulce chorro de tu flauta,
el son de tus campanas.
Quiero atisbar el barbado
engaño de tus labios,
ser testigo del cristal
que refulge en tu mirada.
Quiero ser esa lira que tú tañes.

***

El roce de una piedra y otra
encendió el mundo;
el paso de tu piel en la mía
incendia la sustancia oscura
que me forma.

***

Sobre el ardiente frescor
de mis labios múltiples
corren tus gotas
verbos prohibidos
en el flujo del lenguaje.

***

El deseo es la ola que nos capta
en su cresta, que se yergue
y siega alientos,
los sacude, los agita, los ahoga
para caer en espermas, en espumas
y empezar el innato movimiento:
ascender nuevamente hasta el quejido
hasta el esfuerzo último del gozo.

***

Te ví,
dormías suavemente sobre
los lienzos de la cama.
Qué soñabas, dime,
no todo tú dormías.

***

Desde la enorme lejanía
que nos separa,
erijo entre la niebla
tu figura amante,
y mi cuerpo en espumas se disuelve
-fiebre de una noche helada-
palabras que la tinta no dibuja,
pesares que, interiores, se derraman.
Te busco en el silencio,
en la ánima parlera del lenguaje
y la fuerza que te forja es tan inmensa,
lluvia tenaz regalo de mi carne,
fecundando la nada que me hostiga.

***

Como aire repentino
quisiera sacudirte con dulzura,
penetrar sigilosa
y adueñarme del temblor que yo te infunda.
Quisiera sujetarte con mi soplo,
regir tu movimiento con el mío,
llenar tu superficie con mi aliento
y en un sueño de trastorno y arrebato
ceder mi libertad enloquecida.

***

No puedo contenerme
en el precario sitio 
de mi cuerpo.
El flujo desatado
lesiona la cal de las columnas,
la argamasa negra de los muros.
No puedo contener
al bárbaro torrente
que se expande.

***

Cubiertas por el silencio
tu firmeza vegetal y mi oscuridad
bajo las telas se llamaban.
Invisibles,
crearon una líquida plegaria
desde el claustro de los géneros.

***

A veces soy un pozo que recibe
la densa humedad de tus palabras
y cubre cada poro
de la arcilla.
Reverdecen las algas prontamente
con gotas desprendidas por tu lengua.
Acuático y sombrío nace un bosque.

***

Es el mar, me dijiste, viendo al cielo,
una playa muy blanca estrecha la bahía,
mi barco –esa nave- la penetra.
Movido suavemente por el aire
se agita victorioso.
La fuerza de los vientos va creciendo,
arrastra las arenas de la costa
y deshace en las alturas
la forma del navío.
Ahora el mar fluye entre mis piernas.

***

Poliedro de afilados cantos
el mundo en rostros se fragmenta
y así, cercado, ofrenda sus secretos.
El rostro de tu cuerpo encara al mío,
la mirada temblante de mis pezones,
el hueco burlón de tu ombligo,
la sed de tu sexo que busca
la misma frescura que prodiga,
el rubor de mi vientre,
las rizadas cabelleras
fabrican un lenguaje amplio
que en la cima
boca, nariz y ojos
acaso ignoran.

***

Cómplice de las sombras,
la mano emprendió un viaje
cada vez más atrevido.
Recorrió superficies tibias;
indecisa, se detuvo
en la bifurcación de caminos.
Quiso volver atrás, 
replegarse, salir,
pero presa quedó entre la tela
y la carne.

***

BONSAI

La dura madera de tu tallo
aviva la sustancia que germina:
raíz, tronco, hojas, flor y fruto;
concierto vegetal
y voz en fuga.
Raíz que excava en lo profundo,
erguido tallo,
hoja que extiende nervaduras,
blanca densidad de la corola.
El vaivén precipita tu semilla
sobre mi campo abierto, y en mi surco.
***

Cautiva estoy de mí
en el cerco de recuerdos que me sitia,
en la necia piel, alerta siempre,
para encenderse con las sombras.
Tiendo la vista
queriendo adueñarme de mi seno,
de mi pubis, de la cara interna de mis muslos.
Partes son de mi cuerpo, pero ajenas,
siguen un minucioso recorrido
que aviva de nuevo los rescoldos.

***

En tus labios quedó una sombra de miel
de la breva que yo te obsequiaba.
Suavemente, sin prisa, hendiste su carne
y hallaste interiores umbrosos.
Tu boca viajó por el fruto
ansiando el sitio más dulce.
Ahora es mi turno,
dame a gozar de estos higos.