sábado, 16 de marzo de 2019

Frederick Forsyth - Odessa (fragmento)


(Fotografía ©Christian Coigny)

Odessa (fragmento)

©Frederick Forsyth


Puesto que Miller estaba con el jefe, ella pidió un gin-fizz en lugar de champaña. Muy sorprendido, Miller descubrió que la muchacha era muy agradable, y le preguntó si, después del espectáculo podría acompañarla a casa. Ella accedió, aunque con evidentes
 reservas. Miller decidió proceder con cautela, y aquella noche no le hizo insinuaciones. Era a principios de primavera, y cuando cerraron el cabaret salió ella envuelta en un abrigo de paño grueso y peludo que no tenía nada de arrebatador. El periodista supuso que el efecto era intencionado.

Aquella noche sólo tomaron café, y charlaron. Poco a poco, ella fue abandonando sus recelos y le contó que le gustaba la música pop, la pintura, los paseos por la orilla del Alster, la casa y los niños. Y empezaron a salir una vez a la semana, la noche que ella tenía libre. Iban a cenar o a un espectáculo, pero todo acababa ahí.

A los tres meses, Miller se la llevó a la cama, y poco después le propuso que fuera a vivir con él. Sigi, que encaraba las cosas importantes de la vida con gran simplicidad, había decidido casarse con Peter Miller, y la única duda estribaba en si había de conseguirlo negándose a dormir con él, o accediendo. Al observar la facilidad con que Peter se hacía acompañar de otras muchachas, Sigi decidió mudarse al ático y hacerle la vida tan agradable, que a él le entraran deseos de casarse. A fines de noviembre, hacía seis meses que vivían juntos.

Incluso Miller, que no era hombre casero, tenía que reconocer que Sigi llevaba la casa primorosamente. Y, además, hacía el amor con una sana y exuberante alegría.

Directamente, ella no le hablaba de matrimonio; pero procuraba insinuárselo. Miller no se daba por enterado. A veces, mientras tomaban el sol a la orilla del lago Alster, ella se acercaba a algún niño pequeño y, bajo la mirada complacida de los padres, le hacía una carantoña.

—¡Qué mono! ¿Verdad, Peter?

—Monísimo—gruñía Miller.

Entonces ella le trataba fríamente durante más de una hora, por no haber captado la indirecta. Pero eran felices, sobre todo Peter Miller, a quien el plan convenía admirablemente, pues además de reunir todas las comodidades del matrimonio y las delicias de una vida amorosa ordenada y regular, estaba exento de compromisos.

Miller tomó la mitad de su café, se metió en la cama y, abrazando a Sigi por la espalda, le acarició suavemente, seguro de que así se despertaría. A los pocos minutos, ella murmuró de placer y se volvió de cara a él. Todavía adormilada, Sigi siguió ronroneando y deslizó las manos suavemente por la espalda de él. Diez minutos después hacían el amor.

—Vaya manera de despertarme—refunfuñó ella después.

—Las hay peores—dijo Miller.

—¿Qué hora es?

—Casi las doce—mintió él. Sabía que si ella se enteraba de que eran las diez y media y sólo había dormido cinco horas, le tiraría algo a la cabeza—. Pero si tienes sueño, puedes seguir durmiendo.

—Hum... Gracias, mi vida. Eres muy bueno conmigo—dijo ella, y volvió a quedarse dormida.