domingo, 18 de noviembre de 2018

Frederik Pohl - Pórtico (Fragmento)

Pórtico (Fragmento)

©Frederik Pohl



El sexo se convirtió en nuestro principal recurso durante un tiempo, y Klara y yo pasábamos muchas horas estrechamente abrazados, dormitando un rato y despertándonos para despertar al otro y volver a hacer el amor. Supongo que los muchachos hacían algo parecido; al cabo de pocos días el módulo de aterrizaje empezó a oler como el vestuario de un gimnasio masculino. Después empezamos a buscar la soledad, los cinco por igual.

Bueno, en la nave no había bastante soledad para beneficiar a los cinco, pero hicimos lo que pudimos; de común acuerdo, empezamos a dejar el módulo a uno solo de nosotros (o una sola) durante una o dos horas consecutivas. Mientras yo estaba allí Klara era tolerada en la cápsula. Cuando le tocaba el turno a Klara, yo jugaba a cartas con los muchachos. Mientras uno de ellos estaba abajo, los otros dos nos hacían compañía. No tengo ni idea de qué harían los demás con su tiempo de soledad; yo me dedicaba a mirar el espacio. Lo digo literalmente: contemplaba la absoluta negrura del exterior por las portillas del módulo. No había nada que ver, pero era mejor que seguir viendo lo que ya estaba harto de ver en el interior de la nave.

Después, al cabo de cierto tiempo, empezamos a reanudar nuestras actividades de costumbre. Yo escuchaba mis grabaciones, Dred miraba sus pornodiscos, Ham desenrollaba un teclado flexible de piano, lo conectaba a sus audífonos y tocaba música electrónica (a pesar de ello, podías oír algo si escuchabas atentamente, y acabé harto de Bach, Palestrina y Mozart). Sam Kahane tuvo la amabilidad de querer darnos clases, y pasamos muchas horas siguiéndole la corriente, hablando sobre la naturaleza de las estrellas de neutrones, los agujeros negros y las galaxias Seyfert, cuando no repasábamos los procedimientos de exploración que deberíamos realizar antes de aterrizar en un nuevo mundo. Lo bueno de todo esto es que logramos no odiarnos mutuamente más de media hora seguida. El resto del tiempo... bueno, sí, solíamos odiarnos mutuamente. Yo no podía soportar que Ham Tayeh barajase constantemente las cartas. Dred experimentaba una absurda hostilidad contra mí siempre que se me ocurría encender un cigarrillo. Los sobacos de Sam eran algo horrible, incluso en el viciado aire de la cápsula, frente a lo cual el aire más fétido de Pórtico habría parecido un jardín de rosas. Y Klara... bueno, Klara tenía una mala costumbre. Le gustaban los espárragos. Había traído consigo nada menos que cuatro kilos de alimentos deshidratados, para variar y hacer algo distinto; y aunque los compartía conmigo, y a veces con los otros, insistía en comer espárragos ella sola de vez en cuando. Los espárragos hacen que la orina huela de un modo muy extraño. No es demasiado romántico saber que tu novia ha estado comiendo espárragos por el olor del retrete común.

Y no obstante... era mi novia, desde luego que lo era.

No sólo habíamos hecho el amor durante aquellas interminables horas en el módulo; habíamos hablado. Nunca he conocido tan bien el interior de la cabeza de una persona como llegué a conocer el de Klara. Tenía que amarla. No podía evitarlo, y no podía dejar de hacerlo.

Eternamente.

El vigésimo tercer día estaba tocando el piano electrónico de Ham cuando me sentí repentinamente mareado. La cambiante fuerza de gravedad, que había llegado a no sentir apenas, se intensificaba bruscamente.

Alcé los ojos y tropecé con la mirada de Klara. La vi sonreír tímidamente, con evidente emoción. Señaló, y observé que las sinuosas curvas de la espiral de cristal despedían continuos destellos dorados que se sucedían como si fueran brillantes pececillos en un río.
Nos abrazamos fuertemente y nos echamos a reír, mientras el espacio daba vueltas en torno a nosotros y el suelo se convertía en techo. Habíamos llegado al cambio de posición. 

Y aún disponíamos de cierto margen.