lunes, 17 de abril de 2023

Lawrence Durrell - Cuarteto de Alejandría - Justine

 


Cuarteto de Alejandría - Justine (frag.)
Lawrence Durrell 

En la época en que conocí a Justine yo era casi un hombre feliz. Una puerta se había abierto de pronto por obra de mi intimidad con Melissa, intimidad más maravillosa aún por ser inesperada y absolutamente inmerecida. Como todos los egoístas, no puedo vivir solo; la verdad es que mi último año de celibato me había resultado insopor­table, y mi ineficacia para la vida doméstica, mi inutilidad en materia de ropa, comida y dinero me abrumaban. Además estaba harto de las habitaciones invadidas de cucarachas donde vivía entonces, con la única ayuda de Hamid, el tuerto, mi criado berberisco.

Melissa no había destruido mis miserables defensas con ninguna de esas cualidades que pueden señalarse en una amante: encanto, belleza excepcional, inteligencia; nada de eso, sino por obra de lo que sólo puedo llamar su caridad, en el sentido griego de la palabra. Recuerdo que solía verla pasar, pálida, más bien delgada, con un raído abrigo de piel de foca, llevando de la traílla a su perrito por las calles in­vernales. Sus manos de tísica, de venas azules, etc. El arco de las cejas artificialmente acentuado para destacar los her­mosos ojos cándidos, osados. Durante muchos meses la vi diariamente, pero su belleza taciturna y decadente no hallaba respuesta en mí. Todos los días me cruzaba con ella al ir al café Al Aktar donde Balthazar me esperaba con su som­brero negro para "instruirme". Nunca pensé que llegaría a ser su amante.

Sabía que había sido modelo en el Atelier -profesión poco envidiable- y que ahora era bailarina; más aún, sabía que era la querida de un peletero de cierta edad, un comerciante gordo y vulgar. Anoto simplemente estas cosas para registrar una parte de mi vida que el mar se ha tragado. ¡Melissa! ¡Melissa!

Pienso en la época en que el mundo conocido apenas existía para nosotros cuatro; los días eran simplemente espa­cios entre sueños, espacios entre capas móviles de tiempo, de actividades, de charla intrascendente... Un flujo y reflu­jo de asuntos insignificantes, un husmear cosas muertas, fuera de todo ambiente real, que no nos llevaba a ninguna parte, que no nos exigía nada salvo lo imposible: ser nosotros mis­mos. Justine decía que habíamos quedado atrapados en la proyección de una voluntad demasiado poderosa y deliberada para ser humana, el campo de atracción que Alejandría pre­sentaba hacia los que había elegido para ser sus símbolos vivientes...

Las seis. Ruido de pasos, figura vestida de blanco en los accesos a la estación. Las tiendas se llenan y vacían como pulmones en la Rue des Soeurs. Los rayos pálidos, alargados del sol de la tarde manchan las largas curvas de la Explanada, y arcos de deslumbradas palomas, como papeles dispersos, se encaraman a los minaretes para recibir en sus alas los últimos resplandores del poniente. Tintineo de la plata en los mostradores de los cambistas. La verja de hierro que rodea el Banco está todavía demasiado caliente para tocarla. Rodar de los carruajes que llevan a los funcionarios, con sus tiestos rojos en la cabeza, a los cafés de la costa. Esta es la hora más difícil de soportar, cuando desde el balcón la veo pasar hacia el centro de la ciudad, con un paso lento de sandalias blancas, todavía medio dormida. La ciudad des­pierta como una tortuga vieja y echa un vistazo a su alrede­dor. Por un momento abandona los guiñapos desgarrados de su carne, mientras desde una callejuela escondida, junto al matadero, dominando los mugidos y balidos del ganado, llega entrecortada la melodía nasal de una canción de amor de Da­masco; cuartos de tono sobreagudos, pulverizados.

Ahora hombres cansados abren los postigos de sus balcones y avanzan ofuscados en la luz pálida y caliente; flores descoloridas de las tardes de angustia, agitadas en sucios ca­mastros bajo la venda de los sueños. Yo he llegado a ser uno de esos pobres empleados de la conciencia, un ciudadano de Alejandría. Ella pasa bajo mi ventana, sonriendo a alguna satisfacción íntima, apantallándose suavemente las mejillas con el pequeño abanico de caña. Una sonrisa que probable­mente no volveré a ver, pues cuando está en compañía se limita a reír, mostrando sus magníficos dientes blancos. Pero esa sonrisa triste y furtiva tiene una calidad que no se hubie­ra sospechado en ella, cierta capacidad de travesura. Hu­biera podido pensarse que era más trágica por naturaleza y que le faltaba el sentido corriente del humor. Pero el re­cuerdo obstinado de esa sonrisa me hace dudar ahora.

Yo la había visto así muchas veces y la conocía perfecta­mente mucho antes de que nos habláramos: nuestra ciudad no permite el anonimato a los que tienen más de doscientas libras de renta anuales. La veo sentada a la orilla del mar, sola, leyendo un periódico y comiendo una manzana; o en el vestíbulo del Cecil Hotel, entre las palmeras polvorientas, ceñida en un vestido de lentejuelas plateadas, el magnífico abrigo de piel echado sobre la espalda como los campesinos llevan la capa, su largo índice enganchado en la cadenilla. Nessim se ha detenido a la puerta del salón de baile inun­dado de luz y de música. No la ha visto. Bajo las palmeras, en un nicho profundo, una pareja de viejos juega al ajedrez. Justine se ha detenido a mirarlos. No entiende nada del juego, pero el aura de calma y concentración del lugar la fascina. Se queda allí largo rato, entre los jugadores sordos y el mun­do de la música, como si no supiera a cuál de los dos lanzar­se. Por fin Nessim se acerca suavemente, la toma del brazo y permanecen juntos un instante, ella mirando a los jugadores, él mirándola. Por último Justine se aparta despacio, como a pesar suyo, y con un leve suspiro avanza cautelosamente hacia el mundo de la luz.

Y en otras circunstancias, sin duda menos honrosas para ella o para nosotros, y sin embargo, ¡qué conmovedora, qué dócilmente femenina puede ser la más masculina e ingeniosa de las mujeres! Viéndola no podía dejar de pensar en esa raza de reinas terribles que dejan tras de sí el olor amoniacal de sus amores incestuosos como una nube flotando sobre el subconsciente de Alejandría. Las gatas gigantes devoradoras de hombres, como Arsinoe, eran sus verdaderas hermanas. No obstante, detrás de los actos de Justine había otra cosa, producto de una filosofía trágica más tardía, según la cual la moral había de pesar más que la perversión. Era la víctima de dudas sinceras. A pesar de todo sigo estableciendo una, relación directa entre la imagen de Justine inclinada sobre un feto en un sumidero sucio, y la pobre Sofía de Valentino, que murió por un amor tan perfecto como equivocado.

Georges Pombal, un empleado subalterno del consulado, comparte conmigo el pequeño departamento de la Rue Nebi Daniel. Es un caso raro entre los diplomáticos, pues parece poseer una columna vertebral. Para Georges el tráfago can­sador del protocolo y las fiestas -tan parecido a una pesadi­lla surrealista- está lleno de un encanto exótico. Ve la diplo­macia con los ojos de un Aduanero Rousseau. Se somete a ella sin permitirle jamás que se trague lo que queda de su in­telecto. Supongo que el secreto de su éxito es su enorme pere­za que linda casi en lo sobrenatural.

En el Consulado General se sienta delante de su escritorio cubierto permanentemente de un confetti hecho de tarjetas con los nombres de sus colegas. Es la imagen misma de la pereza, cuerpo grande y lento aficionado a las siestas largas y a las obras de Crebillon fils. Sus pañuelos huelen prodigio­samente a Eau de Portugal. Su tema de conversación favorito son las mujeres, y habla por experiencia, a juzgar por el des­file de visitantes que pasan por su pequeño departamento donde es raro ver dos veces la misma cara. "Para un francés, el amor es interesante en Alejandría. Las mujeres actúan an­tes de reflexionar. Y cuando llega el momento de la duda, del remordimiento, hace demasiado calor, nadie tiene la energía necesaria. Esta animalidad carece de finesse, pero me convie­ne. Mi corazón y mi cabeza están hartos de amor, y sobre todo, mon cher, no quiero saber nada de esa manía judeo­copta de disección, de análisis. Deseo volver a mi granja de Normandía sin ataduras sentimentales."

En invierno Georges se toma largos períodos de vacacio­nes y entonces me quedo solo en el pequeño departamento húmedo, corrigiendo los cuadernos de ejercicios, con los ronquidos de Hamid por única compañía. Este último año he llegado a un punto muerto. Me falta la voluntad necesaria para hacer algo de mi vida, para mejorar mi situación traba­jando intensamente o escribiendo, incluso para hacer el amor. No sé qué me ocurre. Es la primera vez que me falta verdade­ramente el deseo de sobrevivir. A veces hojeo las páginas de un manuscrito o las viejas pruebas de una novela o de un libro de poemas, distraído, con disgusto, con tristeza, como si examinara un pasaporte caduco.

De vez en cuando una de las numerosas amigas de Geor­ges cae en mi red y llama a la puerta cuando él está de vaca­ciones, y el incidente agudiza por un momento mi taedium vi­tae. Georges es precavido y generoso en este sentido, pues an­tes de marcharse (y sabiendo lo pobre que soy) suele pagar por anticipado a alguna de las sirias de la taberna del Golfo para que, llegado el caso, pase una noche en el departamento en disponibilité, como él dice. La obligación de la mujer es dar­me ánimos, tarea poco envidiable, sobre todo teniendo en cuenta que en apariencia nada permite suponer que estoy desanimado. Las conversaciones triviales han llegado a ser una forma útil de automatismo que perdura mucho después de haber desaparecido la necesidad de hablar; en caso necesa­rio puedo incluso hacer el amor con un sentimiento de alivio -no se duerme muy bien aquí-, pero sin pasión, distraí­damente.

Algunos de esos encuentros con pobres criaturas extenua­das que han llegado a esa situación por necesidad física, son interesantes y aun conmovedores, pero he perdido todo gusto por clasificar mis emociones y ellas sólo existen para mí como

figuras planas proyectadas en una pantalla. "Con una mujer sólo se pueden hacer tres cosas", dijo Clea en una ocasión: "Quererla, sufrir o hacer literatura." Yo me sentía incapaz de esas tres formas de sentimiento.

Cuento esto con el único objeto de mostrar el desalentador material humano que Melissa había elegido para actuar, para insuflarle un poco de aliento vital. No debía de serle fácil so portar la doble carga de su pobre vida y de su enfermedad. Para asumir la mía hacía falta un verdadero coraje. Quizá fue fruto de la desesperación, pues Melissa, como yo, había llega­do a un punto muerto. Los dos estábamos en quiebra.

Durante semanas el viejo peletero me siguió por las calles con una pistola protuberante en el bolsillo de su abrigo. Era tranquilizador saber, por una amiga de Melissa, que estaba descargada, pero no dejaba de ser alarmante verse perseguido por el viejo. Mentalmente debemos de habernos tiroteado en todas las esquinas de la ciudad. Por mi parte no podía sopor­tar la vista de esa cara espesa, cubierta de pequeñas cicatrices, esa confusión bestial y melancólica de rasgos atormentados y grasientos; no podía soportar la idea de su grosera intimi­dad con Melissa, aquellas manos pequeñas, sudorosas, cubier­tas de un vello negro y espeso como un puerco espín. Esta situación duró mucho tiempo y al cabo de unos meses nació entre nosotros un extraordinario sentimiento de familiaridad. Hacíamos una inclinación de cabeza y nos sonreíamos al cru­zarnos. Una vez lo encontré en un bar y pasé casi media hora a su lado; estábamos los dos ansiosos por hablar, pero ningu­no tuvo el coraje de empezar. Nuestro único tema común de conversación hubiera sido Melissa. Al salir lo vi en uno de los largos espejos, la cabeza inclinada, contemplando el vaso de vino. Algo me impresionó en su actitud -el aire desmañado de una foca que lucha por remedar sentimientos humanos ­y comprendí por primera vez que probablemente quería tanto a Melissa como yo. Me compadecía de su fealdad y de la in­comprensión vacía y dolorosa con que enfrentaba emociones tan nuevas para él como los celos, la privación de una amante adorada.

Más tarde, cuando vaciaron sus bolsillos vi, en el desor­den de pequeños objetos que solemos guardar en ellos, un frasquito de perfume vacío, de esa marca barata que usaba Melissa, y me lo llevé al departamento donde quedó sobre la chimenea durante unos meses hasta que Hamid, en una lim­pieza a fondo, lo tiró a la basura. Nunca hablé de esto con Melissa, pero muchas veces cuando me quedaba solo de noche mientras ella bailaba o quizá se veía obligada a acostarse con sus admiradores, estudiaba el frasquito que reflejaba triste y apasionadamente el amor de aquel viejo horrible, y lo compa­raba con el mío; además, por procuración, era un testimonio de la desesperanza que nos mueve a aferrarnos a algún objeto pequeño y sin valor, impregnado todavía por el recuerdo de la que nos ha traicionado.

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