Luisita,
la muchacha novelesca
Amé a Luisita
ocho meses, incluido febrero. Era una muchacha de diecisiete años, mecanógrafa,
que por esta última razón, me escribía unas tiernas cartas llenas de faltas de
ortografía. Sus dedos, ejercitados en el tecleo de la "Underwood"
número 5 (Underwood Standard Tipewriter), me producían unas cosquillas
enervantes, las cuales me hacían tanta gracia que durante el tiempo que nos
amamos no tuve necesidad de ir al teatro a ver obras cómicas.
Por las noches, aprovechando la
circunstancia de que el padre de Luisita era sereno y estaba aquellas horas
repartiendo cerillas encendidas entre los vecinos de la calle de Fuencarral, yo
me introducía en su alcoba. (En la alcoba de Luisita, que quede esto bien
claro, pues en la alcoba de su padre no entré más que la primera noche, y fue
porque no conocía bien el plano del edificio.)
La alcoba de Luisita (una alcoba
de 3x2 metros) olía a "Origan" de diez céntimos los cien gramos, y a
"Camomila Intea", pero esto sólo cada quince días: cuando le tocaba
teñirse el pelo a mi amada.
La primera noche, Luisita me
recibió hablando en voz baja.
La imité, suponiendo que en la
casa habría alguien que podía oírnos. Más tarde, la experiencia me ha enseñado
que en la casa no había nadie y que a las mujeres les gusta entregarse hablando
bajo, porque así el pecado les parece más pecado.
--Este es mi tocador -susurró
ella deslizando un hilito de voz en mi oído.
--¡Ah¡ ¿Sí? -maullé tan bajo que
yo mismo no me oí.
Y abarcando con mis manos su
cintura de avispa, exclamé:
--Ven aquí...
--¡Chits! ¡Más bajo¡ -suplicó.
--Ven aquí -repetí apenas con el
movimiento de los labios.
Luisita se zafó aconsejándome:
--Por Dios, Elías... Contén los
apasionados y naturales impulsos de tu corazón impaciente.
Me quedé sin habla; no porque me
fatigase la voz de falsete, sino por el efecto que me produjo aquella frase
inicua.
Frase que no tardé en explicarme
al ver sobre una silla un montón de novelas de amor. Luisita estaba influida
por ellas.
--¿Lees muchas novelas? -le
dije.
--Sí. Me entusiasman. Ahora me
acaban de dejar ésta.
Y cogió un volumen muy
desencuadernado, del que me señaló varios capítulos con el índice, lo cual no
me extrañó, porque el oficio del índice es precisamente señalar los capítulos
de los libros. la novela se titulaba: "La Jovencita que amó a un
vizconde", y mi mecanógrafa se sentó en el lecho dejando oscilar sus
soberbias piernas, dispuesta a contarme el argumento.
Era demasiado grave el propósito
y lo corté en flor.
--No, perdona... Prefiero tus
pantorrillas al argumento de esa sandez.
Una chispa de ira brotó de cada
ojo de mi novia. Y observando que el camino que debía seguir para desmayar de
voluptuosidad a aquella niña era precisamente el contrario del elegido, me
apresuré a hacer un elogio de la novela y de su autor, lo que me costó un
esfuerzo violento.
El efecto fue instantáneo. Cada
palabra de elogio a "La jovencita que amó a un vizconde" me permitía
besar a Luisita en un lugar cada vez más estratégico.
Para alcanzar la victoria total
me asimilé la forma de expresión propia de esas novelas y nuestro diálogo se
encauzó de esta exquisita y peculiar manera:
Ella: ¿Me amas?
--Te adoro.
--¿Sí?
--Sí, nenita mía.
--¿De veras?
--Lo juro.
--¡A cuántas...
--¿Qué?
--... les habrás dicho igual!
--Sólo a ti.
--¿Es posible?
--¡Palabra!
--¿De honor?
--De honor.
--Júralo.
--Lo he jurado ya.
--Júralo otra vez.
--¿Por quién?
--Por tu madre.
--Lo juro.
--¡Ay, Elías!
--¿Qué te pasa?
--Tengo miedo.
--¿A qué?
--A todo y a nada...
--Estando a mi lado...
--¿Qué? ¡Acaba!
--... no debes tener miedo.
--¡Bien mío!
--Dame un beso.
--¿Otro?
--Otro y mil más.
--¿No te cansas?
--¿De qué?
--De besarme.
--¡Oh, no!
--¿No?
--¡Nunca!
--¿No?
--¡Jamás!
--Júralo.
--¿Por quién?
--Por tu padre.
--Lo juro.
--¿Me querrás siempre?
--¡Siempre!
--Júralo.
--¿Por quién?
--Por tu padre y tu madre.
--Lo juro.
--¡Mi vida!
--Nena...
--¡Ay! No me beses así.
--¿Por qué?
--Me subyugas...
--Lo sé.
--Me enervas...
--Lo veo.
--¡Me enloqueces!
--Lo noto.
--¡Oh!
--¡Ah!
Y sonó un ruido. Y después otros
dos.
El primer ruido fue el del
conmutador de la luz al girar. Y los dos últimos ruidos los produjeron, al caer
al suelo, los zapatos de Luisita.
Una hora después ésta me
comunicaba que se había entregado a mí de la misma manera que se entregaba la
protagonista de "La jovencita que amó a un vizconde".
Con ligerísimas variaciones
siguió desarrollándose mi idilio con la mecanógrafa durante ocho meses;
sucesivamente tuve que soportar que mi novia imitase a las apasionadas
protagonistas de las novelas. "Una aventura en la calle de las
Infantas", "Rízate la melena, Enriqueta"; "Reír, soñar,
acatarrarse" y "Las corbatas voluptuosas".
A fines de septiembre, apareció
una nueva novela de amor: "El vórtice de las pasiones". Luisita se
apresuró a pedirme que se la comprase; se la compré; se la tragó en una noche,
y como la protagonista del libro engañaba a su amante, Luisita comenzó a
engañarme a partir del siguiente día.
Le rogué, le supliqué.
Luisita no me hizo caso.
Me arrastré por el suelo
llorando y mendigando una fidelidad que necesitaba para seguir viviendo.
Luisita volvió a desdeñarme.
Le juré que si no me amaba como
antes me dispararía un balazo en la sien izquierda.
Luisita conservó su actitud
despreciativa.
Le pedí por Dios, por los Santos
y por sus muertos más queridos.
Luisita no me contestó siquiera.
Entonces alcé la manga de mi
camisa, la doblé sobre el antebrazo y le aticé a mi novia doce bofetadas
gigantescas, seguidas de seis puntapiés indescriptibles.
Y Luisita se colgó de mi
garganta y me juró amor eterno.
Pero ya me había hartado de ella
y se la cedí al dependiente de una guantería, que pintaba al temple de oído.
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