Afrodita (Fragmento)
© Isabel Allende
(Fotografía © Cristian Coigny)
Las mujeres nos impresionamos con
los hombres entendidos en comida, cosa que no ocurre al revés. Un hombre que
cocina es sexy, la mujer no, tal vez porque recuerda demasiado el arquetipo
doméstico. El contraste y la sorpresa son eróticos: una muchacha vestida de
pandillero y acaballada sobre una motocicleta puede resultar excitante, en
cambio un hombre en la misma situación es sólo un macho ridículo. Yo jamás
admito que sé cocinar, es fatal.
Mi amiga Hannah, compositora de
esa música de la Nueva Era que se escucha en clínicas de belleza y consultorios
dentales, y su último marido, son buen ejemplo de lo que sostengo. Durante un
breve tiempo de soltería después de su tercer divorcio, Hannah contestó uno de
esos avisos clasificados del periódico para buscar pareja. Por teléfono el
hombre parecía perfecto: se ganaba la vida entrenando perros para ciegos y
había ido como voluntario a construir escuelas en Guatemala, donde una bala
perdida le voló una oreja. Mi amiga, inexperta en avisos personales y algo
desesperada, lo invitó a cenar antes de verlo. (Ni se le ocurra: las citas a
ciegas son muy peligrosas.) Lo apropiado en estos casos es un breve encuentro
en un sitio neutro del cual ambos puedan escapar con dignidad, jamás una comida
a solas que puede convertirse en un largo martirio. Ella esperaba una versión
madura del Che Guevara, pero llegó una réplica de Vincent van Gogh. Nada tiene
ella contra la pintura impresionista, a pesar de que prefiere motivos
astrológicos para sus paredes, pero aquel desconocido con los pelos color
zanahoria y ojos despavoridos fue una desilusión. Se arrepintió apenas lo vio.
En fin, ya estaba allí y no era cosa de cerrarle la puerta en las narices por
cuestión de una oreja más o menos.
Mi amiga no estaba en condiciones
de ponerse quisquillosa por menudencias, pero ese hombrecillo era peor de lo
imaginado en sus solitarias pesadillas. Había planeado luz de velas y unas
lentas sambas del Brasil, pero no quiso provocar iniciativas indeseables en su
huésped, de modo que encendió todas las luces y colocó una de sus composiciones
musicales de zumbido de viento y aullidos de coyotes, que tienden a producir un
letargo hipnótico. Se saltó la copa de vino preliminar y otras cortesías de
rigor y lo condujo directamente a la cocina, dispuesta a preparar unos
tallarines de última hora, alimentarlo a toda prisa y despedirlo antes de
servir el postre. El hombre la siguió manso, sin dar muestras de desencanto,
como quien está acostumbrado a recibir un trato más bien brusco, pero una vez
en la cocina algo cambió en su actitud, respiró hondo, inflando el pecho, se le
enderezó el esqueleto y sus ojillos de liebre recorrieron todo, tomando
posesión del terreno, conquistándolo.
Permítame, dijo, y sin darle
oportunidad a Hannah de contradecirlo, le quitó suavemente el delantal de las
manos, se lo amarró en la propia cintura y la instaló a ella en una silla.
Veremos qué hay por aquí, anunció, mientras rescataba de la nevera los
ingredientes que ella había decidido guardar para el día siguiente y otros en
los que no había pensado. Van Gogh echó mano de ollas y sartenes como si
hubiera nacido entre esas cuatro paredes. Con gracia y destreza inesperadas
hizo bailar los cuchillos partiendo verduras y mariscos para dorarlos con mano
liviana en aceite de oliva, lanzó los tallarines al agua hirviendo y preparó en
un abrir y cerrar de ojos una salsa traslúcida de cilantro y limón, mientras le
contaba a mi amiga sus aventuras en Centroamérica. En pocos minutos aquel
hombrecillo patético se transformó: sus pelos de payaso adquirieron la fuerza
viril de una melena de león y su aire de náufrago se convirtió en serena
concentración, mezcla irresistible para una mujer como Hannah. El aroma que
surgía de la sartén y el borboriteo de la olla empezaron a producir en ella una
creciente anticipación, sintió que le corrían gotas de sudor por la espalda,
empapándole la blusa, que se le humedecían los muslos y se le hacía agua la
boca, al tiempo que descubría, sorprendida, las manos elegantes y las espaldas
anchas de aquel hombre. Las heroicas anécdotas de Guatemala y de los perros
para ciegos le llenaron los ojos de lágrimas; la oreja cortada adquirió para
ella el valor de una condecoración de guerra y un deseo irresistible de
acariciar la cicatriz la estremeció de la cabeza a los pies. Cuando Van Gogh
colocó sobre la mesa una fuente con humeantes tallarines a la pescatore, como los llamó, ella suspiró vencida. Sacó de su
escondite la botella de vino francés, que pensaba reservar para otro candidato
más meritorio, apagó la luz, encendió las velas y puso en el tocadiscos la
samba lenta del Brasil. Espérame un momento, anunció con un ronroneo de gata,
voy a ponerme algo más cómodo. Y regresó con su traje de cuero negro y sus
botas de domadora...
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