viernes, 19 de octubre de 2018

Robert Bloch - Psicosis (fragmento)


Psicosis (fragmento)

©Robert Bloch




Cuando Norman entró en la oficina empezó a temblar. Era la reacción, claro está. Habían sucedido demasiadas cosas, y demasiado de prisa.

Necesitaba un trago. Había mentido a la muchacha. Es cierto que su madre no quería licor en la casa, pero él bebía. Tenía una botella en la oficina. Había ocasiones en que se veía obligado a beber, aun a sabiendas de que su estómago no toleraba bien el alcohol y de que unas pocas copas serían suficientes para marearle. Había veces en que deseaba sentirse mareado.


Norman recordó que debía apagar el neón y cerrar las persianas. Lo hizo. Con las persianas cerradas nadie vería la luz de la oficina. Nadie le vería abrir un cajón del escritorio y sacar la botella, con manos que temblaban como las de un niño.


Se llevó el gollete a la boca y bebió, cerrando los ojos. El whisky le quemaba la garganta, y su calor estallaba en su estómago.


Había sido un error llevar a la muchacha a la casa. Norman se dio cuenta de ello en el mismo momento en que la invitó, pero era muy bonita y parecía muy cansada. Y cuanto pensaba hacer, cuanto hizo, fue hablarle. Además, ¿no estaba en su casa? Era tan suya como de su madre, que no tenía ningún derecho para imponerle su voluntad de aquella manera.


Pero había sido un error. Jamás se hubiera atrevido a hacerlo, de no haber estado tan enfadado con su madre. Quería desafiarla. Y eso estaba mal.


Pero había hecho algo mucho peor, además de invitarla. Se lo dijo a su madre.


E hizo mal en decírselo. Estaba ya muy excitada, y cuando le dijo que cenaría con una muchacha, se puso prácticamente histérica.


-¡Si la traes aquí, la mataré! ¡Mataré a esa perra!


Perra. Su madre no hablaba jamás así, pero eso era lo que había dicho. Estaba enferma, muy enferma. Tal vez la muchacha estuviera en lo cierto, y fuera conveniente ingresar a su madre en un manicomio. Se estaba volviendo insoportable, y le ponía fuera de sí.


El whisky ardía. Estaba bebiendo ya el tercer trago, pero lo necesitaba. Necesitaba muchas cosas. Aquella muchacha tenía razón. No era forma de vivir. No podría resistirla mucho tiempo.


La cena resultó muy angustiosa para él. Temía que su madre hiciera una escena. Después de encerrarla en su habitación, se preguntó si empezaría a gritar y aporrear la puerta. Pero había permanecido silenciosa, como si estuviera escuchando. Y es lo que había hecho con toda seguridad. Podía encerrar a su madre en su dormitorio, pero no impedirle que escuchara.


Norman deseaba que estuviera dormida ya. Quizá al día siguiente lo hubiera olvidado todo. Le ocurría a menudo.


Oyó un ruido y se movió en la silla. ¿Sería su madre que llegaba? No; no podía ser; la había dejado encerrada. Seguramente era la muchacha que se movía en la habitación contigua. Sí, ahora la oía bien; al parecer, había abierto la maleta y sacaba algunas cosas, preparándose para acostarse.


Norman bebió otro trago para templar sus nervios. Lo logró. Ya no le temblaba la mano. No tenía miedo. Desaparecía, cuando pensaba en la muchacha.


Era curioso. Cuando la vio, había experimentado aquel terrible sentimiento de... ¿Cuál era la palabra? Im... algo. Importancia. No; no era ésa. No se sentía importante cuando estaba junto a una mujer. ¿Sería imposible? Tampoco. Sabía la palabra que buscaba; la había encontrado cientos de veces en los libros, en aquellos libros que su madre ignoraba que tenía.


No importaba. Cuando estaba con la muchacha, se sentía de aquella manera; pero no entonces. Podía hacer cualquier cosa.


Y eran muchas las cosas que hubiera querido hacer con una muchacha como aquélla; joven, bonita, inteligente también... Se había puesto en ridículo al contestarle como lo hizo cuando ella hablaba de su madre; admitía que había dicho la verdad. Ella sabía y podía comprender. Deseó haber estado más rato con ella.


Quizá no volviera a verla jamás. Se marcharía al día siguiente. Para siempre. Jane Wilson, de San Antonio, Texas. Se preguntó quién era, adónde iba, cómo debía ser en realidad en su interior. Podría enamorarse de una muchacha como aquélla. Sí, podría enamorarse con sólo verla una vez. No era una cosa risible. Pero quizá ella se reiría. Las muchachas eran así... siempre reían. Porque eran perras.


Mi madre tiene razón. Son perras. Pero no puedo contenerme cuando una perra es tan hermosa como ésa, y sé que no volveré a verla. Si hubiera sido hombre, se lo hubiese dicho cuando estaba en su habitación; habría sacado la botella, le habría ofrecido un trago, bebido con ella y...


No; no lo hubiese hecho, porque soy impotente.


Ésa era la palabra que no podía recordar. Impotente. La palabra que emplean en el libro, la que usa mi madre, la que significa que no volveré a verla, porque de nada me serviría. La palabra que las perras sabían; deben saberla, y por eso reían siempre.


Norman volvió a beber. Sentía cómo el licor le caía por la barbilla. Debía de estar borracho.


Sí, estaba borracho. ¿Y qué? Mientras su madre no se enterara... Mientras la muchacha no lo supiera... Sería un gran secreto. Impotente, ¿eh? Bien; eso no significaba que no pudiese volver a verla.

La vería, y a no tardar.


Norman se inclinó sobre el escritorio y casi tocó la pared con la cabeza. Había percibido más sonidos, y la experiencia le decía cómo debía interpretarlos. La muchacha se había quitado los zapatos. Entraba en el cuarto de aseo.


Alargó la mano. Temblaba, pero no de miedo. Sabía lo que iba a hacer. Ladearía ligeramente la enmarcada licencia y miraría por el agujerito que había hecho hacía ya mucho tiempo. Nadie conocía la existencia de aquel agujero; ni su madre. Era su secreto.


En realidad se trataba de una grieta en el revoque del otro lado, pero podía ver a través de ella. Veía el interior del cuarto de aseo. Podía ver mucho. ¡Las perras podían reírse cuanto quisieran de él! Sabía más de ellas que cuanto ellas hubieran podido imaginar jamás.


Le fue difícil enfocar la mirada. Se sentía mareado. Ello se debía en parte a la bebida, y en parte a la excitación.


La muchacha no descubriría la grieta. Ninguna de ellas la había descubierto jamás.


Entonces Norman oyó un ruido, un enorme ruido que parecía sacudir las paredes y oscurecer sus pensamientos. Un ruido que nacía dentro de su cabeza. Se dejó caer en la silla. «Estoy borracho -se dijo-. Voy a perder el conocimiento.»


Pero no lo perdió. El ruido continuaba, y en alguna parte dentro de él percibió otro sonido. Alguien estaba abriendo la puerta de la oficina. Pero, ¿Cómo era posible? ¿No la había cerrado con llave? ¿Y no tenía esa llave? La encontraría, con sólo abrir los ojos. Pero no podía abrirlos; ni se atrevía a hacerlo. Porque sabía.


Su madre también tenía una llave.


Tenía una llave de su habitación. Tenía una llave de la casa. Tenía una llave de la oficina.


Y allí estaba ya, mirándole. Norman confió en que le creyera dormido. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Le habría oído salir con la muchacha, y le estaba espiando?


No osaba moverse; no quería hacerlo. A medida que los segundos pasaban le resultaba más difícil hacerlo. El ruido continuaba y su vibración le inducía al sueño. Era agradable.
Luego se marchó. Se volvió sin hablar, y salió. No había de temer nada. Había venido para protegerle de las perras. Sí, eso era; para protegerle. Siempre que la necesitaba, su madre estaba a su lado. Ya podía dormir. Luego, todo fue silencio. Dormir; sueño, silencio.


Norman volvió en sí sobresaltado, echando la cabeza hacia atrás. ¡Cómo le dolía! Había perdido el sentido en la silla. No era de extrañar que todo crujiera. Crujiera... Había oído el mismo sonido antes. ¿Cuánto hacía? ¿Una hora? ¿Dos?


Lo reconoció. En la habitación contigua la ducha estaba abierta. Eso era. La muchacha se estaba duchando. Pero de eso hacía mucho ya. Era imposible que aún estuviera allí.


Se inclinó hacia adelante, ladeando el cuadro con la licencia. No sin dificultades logró enfocar la mirada en el cuarto de baño brillantemente alumbrado. Estaba vacío. No podía ver tras las cortinas de la ducha. Estaban cerradas.


Quizá la muchacha hubiese olvidado cerrar el agua y se había dormido. Pero parecía extraño que pudiera conciliar el sueño, con el ruido que producía el agua al salir con tanta fuerza. Tal vez la fatiga resultara tan intoxicante como el alcohol.


Todo parecía estar en orden. Norman volvió a mirar. Y entonces observó el suelo.


Sobre las losetas, fuera del plato de la ducha, el agua formaba un hilillo. No había mucha; la suficiente para que él pudiera verla.


Pero, ¿era agua? El agua no es rosada. El agua no forma hilillos rojizos> hilillos rojos como venas.


Debe haber resbalado y caído, hiriéndose, decidió Norman. Empezaba a dominarle el pánico, pero sabía lo que debía hacer. Cogió las llaves y salió de la oficina. Encontró rápidamente la que abría la puerta de la habitación contigua. Estaba vacía, pero la maleta abierta aún sobre la cama. La muchacha no se había marchado. Por tanto, sus suposiciones debían ser ciertas: le debió ocurrir un accidente en la ducha.


Sólo cuando entró en el cuarto de aseo recordó algo más. Pero ya era demasiado tarde.
Su madre tenía también las llaves del parador.


Y, cuando abrió las cortinas y miró el cuerpo caído y retorcido en el plato de la ducha, comprendió que su madre había utilizado sus llaves.





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